Parece que cada día son más los usuarios de Internet que visitan las páginas de chats, esos lugares de la web en donde entran en contacto con personas que quieren conversar y entretener su ocio o su soledad. Y de charla en charla, en muchos casos terminan enamorándose.
Lo de enamorarse por escrito es cuento viejo. Antes se hacía por carta y ahora a través del ordenador, pero en el fondo es lo mismo: se trata de un sentimiento en el que la fantasía juega un papel importante. Los que se enamoran así dicen que se trata de una afinidad intelectual o espiritual, pero en realidad lo que suele suceder es que uno proyecta sobre el interlocutor epistolar las necesidades y las fantasías propias, creando un ser ideal.
Los defensores actuales de la comunicación por Internet aseguran que se logra una intimidad que rara vez se consigue en la vida cotidiana. Uno está sólo frente a la pantalla y puede poner en ella sentimientos e ideas que a veces un gesto o una interrupción impiden expresar en una conversación real. Pero también es cierto que se puede construir ante ese interlocutor silencioso una personalidad que no responde a nuestra conducta en la vida ordinaria.
Por lo general, estas relaciones no sobreviven al contacto con la realidad no virtual. La visión del otro provoca en la mayoría de los casos una decepción inmediata que conduce a la ruptura de la relación Internáutica. Las estadísticas son significativas en este punto: a lo largo de seis años, solo hubo 1.100 matrimonios entre cinco millones de miembros de la página http://www.Macht.com. Es decir, una proporción de 0.02 por ciento. O sea , la misma que si uno se dedica a visitar leproserias, más o menos.
Lo que parece más importante no es la relación epistolar, sino la posterior toma de contacto en la que el aspecto físico juega un papel fundamental. El caso más raro que conozco de estas relaciones fue la que mantuvo María del Pilar Sinués, una escritora de Zaragoza del siglo diecinueve , y el periodista José Marco. El leyó en el periódico una poesía de la escritora y les dijo a sus amigos poetas que quería escribirle una carta declarándole que se había enamorado perdidamente y que estaba decidido a pedir su mano. La carta fue escrita en verso entre cinco amigos, uno de los cuales fue Gustavo Adolfo Bécquer. Ella respondió, se escribieron durante un mes, y al siguiente se casaron por poderes, sin verse más que en un retrato de daguerrotipo, que no era muy claro. El matrimonio duró varios años, hasta que ella tuvo una aventura y se separaron de forma amistosa.
En resumen, que en estos asuntos del amor cambia el instrumento, pero los problemas son siempre los mismos. Cuestión de suerte, o como dice el refrán: «Casamiento y mortaja, del cielo bajan.» O suben del infierno, quién sabe.
Artículos antiguos – Publicado en gallego en Los Domingos de La Voz, 29 de abril de 2001